El pasado 23 de enero, la Asamblea Legislativa conmemoró 200 años de existencia en una sesión solemne. Sin embargo, esta celebración dejó al descubierto una inquietud fundamental: ¿es la Asamblea Legislativa una institución al servicio del pueblo o una estructura que se justifica a sí misma, desconectada de las verdaderas necesidades ciudadanas?
Los discursos estuvieron llenos de referencias a la democracia, la institucionalidad y los logros históricos del Congreso. Pero ¿qué tan conectadas están estas palabras con la realidad que enfrentan los costarricenses? En un país donde el sistema de salud colapsa, la educación perpetúa desigualdades, el transporte público es un caos y la carga tributaria asfixia a los ciudadanos, estos discursos corren el riesgo de sonar como retórica vacía.
La diputada Pilar Cisneros como parte de su discurso abordó un aspecto que, entre sus colegas del Congreso, podría verse confrontativo, habló sobre la percepción negativa de la ciudadanía hacia la Asamblea Legislativa, destacando que “la gente no se equivoca; se siente burlada y estafada por este poder de la República, que con frecuencia es un teatro politiquero”. Esta declaración, aunque cruda, resuena con la percepción generalizada de una ciudadanía desencantada.
Por su parte, el presidente del Congreso, el diputado Rodrigo Arias enfatizó que “nuestros problemas solo se podrán corregir cuando tengamos la humildad de reconocerlos y sentarnos a dialogar”. No obstante, el propio sistema legislativo se enfrenta a la crítica de priorizar disputas partidistas y agendas personales por encima de reformas estructurales que realmente atiendan los problemas del ciudadano común.
El problema no radica solo en la Asamblea Legislativa, sino en el modelo que la sustenta. Durante el siglo XX, Costa Rica se benefició de un modelo socialdemócrata que, en su momento, permitió avances significativos en salud y educación. Sin embargo, ese contexto histórico ya no existe. Hoy enfrentamos una economía estancada, una población envejecida y una corrupción que prospera en un Estado burocrático que parece haberse transformado en un fin en sí mismo.
La diputada María Marta Carvallo expresó que “la potestad de legislar no es menor; conlleva una gran responsabilidad”, y llamó a legislar con “rostro humano”. Sin embargo, las acciones concretas de la Asamblea parecen estar más enfocadas en debates políticos que en la búsqueda de soluciones reales para el ciudadano. ¿De qué sirve hablar de “rostro humano” si las leyes no reflejan las verdaderas prioridades de la población?
El transporte público es un ejemplo claro de esta desconexión. Mientras otros países avanzan con sistemas eficientes, en Costa Rica seguimos atrapados en un caos de rutas mal integradas y una gestión que prioriza intereses particulares. Este problema, como tantos otros, no será resuelto con discursos grandilocuentes, sino con reformas que respondan a las necesidades de los usuarios.
La Asamblea Legislativa debe recuperar su propósito original. No puede ser simplemente un espacio para defender la institucionalidad o perpetuar agendas partidistas. Debe transformarse en el pilar de una democracia funcional, capaz de responder a las demandas del pueblo con acciones concretas. Como señaló el diputado José Pablo Sibaja, el parlamento es el “antídoto contra los autócratas” y debe ser el lugar donde “las diferencias no son obstáculo, sino herramientas para construir acuerdos”.
Sin embargo, para cumplir con este propósito, es necesario reconocer que el problema no radica únicamente en los discursos o en las dinámicas internas del Congreso, sino en la estructura misma del Estado. El tamaño descomunal del aparato estatal, combinado con instituciones que parecen existir para perpetuarse, ha creado un terreno fértil para la corrupción y la ineficiencia. Y mientras tanto, el ciudadano sigue pagando la factura, no solo en impuestos, sino también en calidad de vida y oportunidades perdidas.
Costa Rica merece una Asamblea Legislativa que legisle para el futuro, no para perpetuar el pasado. El Bicentenario no debe ser solo un momento de celebración, sino de autocrítica. Si el Congreso no recupera su propósito original, no habrá nada que celebrar en los próximos 200 años.