“20 años no es nada”, para la Administración de Justicia

» Por Andrés A. Pérez González - Abogado

Febril, como en el tango de Gardel, transcurre el tiempo en este siglo XXI. Veinte años no es nada, pero en la cotidianidad nos han enfrentado con inéditas convulsiones internas, una grave crisis educativa, confrontación política, inestabilidad económica y una epidemia de inseguridad que va dejando “hondas horas de dolor”.

Algunos de los pilares de nuestra sociedad democrática y de nuestro Estado de derecho sufren los vientos huracanados de una globalización que transforma de manera trepidante las instituciones fundamentales. Basta volver la mirada a México para encontrarnos con una crisis constitucional sin precedentes o a El Salvador, que ha transformado, de una manera sui generis, su “Estado de derecho”.

Mientras tanto, el Poder Judicial en nuestro país debe resistir una inusitada campaña de desprestigio, mientras la cúpula judicial se aferra a una estructura que ya no se corresponde con las necesidades de la sociedad actual y donde la oportunidad de mejora no está en el foco de la atención de las más altas autoridades.

Aquella valiosa oportunidad de transformación que se produjo en el año 2018, luego de la crisis que provocó un escándalo nacional y la salida de varias magistraturas del seno del Poder Judicial, terminó en un documento que contenía una serie de propuestas que lograron acallar las voces más estridentes. Lo cierto es que aquellos pocos cambios, que no eran estructurales, han quedado en el olvido y poco de aquello fue implantado, a pesar de resultar más cosmético que estructural.

Las magistraturas, con algunas honrosas excepciones, siguen ocupándose más de las cuestiones administrativas del Poder Judicial que de la resolución de los procesos a su cargo. Una elevadísima mora judicial en las altas esferas —como ha quedado evidenciado en la Sala Segunda de la Corte— no solo no es ejemplo para nadie y resta toda autoridad moral, sino que además, no logra ser combatida y se proyecta, con total indolencia, en otras jurisdicciones. Solo basta volver la vista a los juzgados especializados en cobro.

No existe necesariamente una regresión en todos los niveles del Poder Judicial: afortunadamente, sigue siendo una mayoría destacable la conformada por personas juzgadoras calificadas desde el punto de vista moral y profesional. Sin embargo, no podemos quedarnos “como el viajero que huye” y menos someternos a la indiferencia, pues el panorama y los desafíos que enfrentamos en el ya casi primer cuarto de este siglo deben imponer acciones decididas. No se trata tan solo de la trepidante e irracional creación de todo tipo de leyes, sino de la búsqueda de un modelo de administración de justicia que responda, de manera efectiva y con celeridad, no solo a los cambios internos en el país, sino que brinde los insumos necesarios frente a la globalización.

Las últimas tres jefaturas del Ministerio Público han estado expuestas al desprestigio: con o sin razón, los errores de quienes las encabezan afectan el funcionamiento de la entidad y producen un innecesario, pero al mismo tiempo innegable, descrédito institucional y una justificada desmotivación de sus funcionarios. Evidentemente, el modelo de selección de esas jefaturas ha demostrado ser inadecuado e ineficiente, y requiere un cambio inmediato. Además, hasta la ubicación institucional dentro del seno del Poder Judicial debe ser replanteada para fortalecer todo lo positivo que, desde su creación en 1973, se ha logrado y que claramente resulta rescatable.

En el mundo de las nuevas tecnologías, de la inteligencia artificial, de la comunicación digital, aún el modelo decimonónico nos promete “justicia, pronta, cumplida y sin denegación”, pero el sistema judicial, particularmente en el ámbito de la justicia penal, no da respuestas efectivas cuando los procesos —en los mejores de los casos— duran ocho o diez años, y ya en este año, en algunos tribunales, se programa la celebración de los debates orales y públicos para el año 2027: una grave contradicción en los términos reales con que se administra la justicia para víctimas y para imputados.

Los temas de género, tan relevantes dentro de una sociedad paritaria, la accesibilidad de personas en especial condición de vulnerabilidad, como los adultos mayores, niños y adolescentes, personas con capacidades diferentes, los colectivos LGTBQ+, entre otras, siguen esperando una respuesta que no se quede en los enunciados principialistas como simples “mandatos de optimización”, como apuntaría R. Alexy. Se requieren acciones efectivas que establezcan prioridades con una adecuada política de persecución penal donde se haga un uso eficaz de los recursos públicos para obtener una respuesta sin dilaciones.

El populismo penal, tan propio de algunos políticos de turno, nos brinda como única receta la creación de nuevos tipos penales, sin comprender que muchas de esas acciones que pretenden criminalizar ya están previstas como delito en el sistema penal. Pero no solo eso: se crean delitos especiales sin dotar de los recursos económicos necesarios para efectivizar la persecución penal. Nos olvidamos que el derecho penal, como instrumento social, no debe ser la primera solución y que es necesario implementar modelos educativos y más oportunidades a las poblaciones más vulnerables, que son más eficaces para contrarrestar —sin duda— con mayor efectividad los graves problemas que nos aquejan.

La coyuntura actual nos lanza un enorme desafío: la estructura tradicional debe ser repensada y quizá replanteada para dar una respuesta a los cambios sociales y políticos. La administración de justicia es un pilar que debe ser fortalecido, no con un cambio cosmético, sino con la recuperación de su papel fundamental: dirimir los conflictos con prontitud y en estricta conformidad con la Constitución y las leyes. Mientras tanto, no podemos seguir “errantes en las sombras”, “poblados de recuerdos” que “encadenen nuestro soñar”, si se me permite parafrasear a Gardel.

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