
Por Donald G. Mcneil Jr.
Kampala, 31 dic (NYT) – El dolor es sólo la pena más reciente en la vida de John Bizimungu.
Nacido en Rwanda, ha vivido aquí como refugiado desde que su familia fue masacrada en el genocidio de 1994. De oficio zapatero, Bizimungu solía caminar por las calles preguntando a la gente si podía arreglar sus zapatos.
Ahora, a los 75 años y con muletas, se sienta en casa con la esperanza de que lleguen clientes. Pero al menos el dolor agudo del cáncer que ha torcido su pie derecho está bajo control.
“¡Oh! ¿Agradecido? ¡Estoy muy, muy, muy agradecido por la morfina!”, dijo. “Sin eso, estaría muerto”.
La morfina de Bizimungu es un opioide, estrechamente relacionado con los analgésicos que ahora matan a 60 mil estadounidenses al año.
La desesperada necesidad del zapatero ejemplifica un problema que preocupa profundamente a los expertos en cuidados paliativos: cómo pueden ayudar a los 25 millones de personas que mueren en agonía cada año en países pobres y de ingresos medios sin arriesgarse a una epidemia de sobredosis al estilo estadounidense o desatar la oposición de legisladores occidentales y filántropos para quienes “opioide” se ha convertido en una mala palabra.
La delegación estadounidense ante la Junta Internacional de Fiscalización de Estupefacientes, una agencia de las Naciones Unidas, “utiliza una retórica alarmante en la guerra contra las drogas”, dijo Meg O’Brien, la fundadora de Treat the Pain, un grupo de defensa dedicado a llevar cuidados paliativos a los países pobres.
“Eso tiene un efecto estremecedor en los países en desarrollo”, dijo. “Pero es ridículo —EU también tienen una epidemia de obesidad, pero nadie está proponiendo que retengamos la ayuda alimentaria a Sudán del Sur”.
Uganda ha implementado una solución innovadora. Aquí, la morfina líquida es producida por una organización benéfica privada supervisada por el Gobierno. Y ante la escasez de médicos, la ley permite que incluso las enfermeras con capacitación especializada receten morfina.
Alrededor del 11 por ciento de los ugandeses que necesitan morfina la obtienen. Por inadecuado que sea, esto hace que Uganda destaque no solo en África, sino en el mundo.
Un estudio reciente de la Comisión The Lancet sobre Acceso Global a Cuidados Paliativos y Alivio del Dolor describió un “abismo amplio y profundo” en el acceso a los analgésicos entre los países ricos y los pobres.
Estados Unidos, dice el informe, produce o importa 31 veces más analgésicos narcóticos de los que necesita, ya sea de forma legal o ilegal. Por el contrario, Haití obtiene ligeramente menos del 1 por ciento de lo que necesita. Y Nigeria, en términos per cápita, recibe sólo una cuarta parte de lo que recibe Haití: el 0.2 por ciento de lo que necesita.
Incluso en los países grandes con industrias farmacéuticas nacionales, los ciudadanos no reciben tratamiento adecuado para el dolor, dice el informe.
Hay diferentes barreras en cada país. En algunos países, los médicos no reciben capacitación en cuidados paliativos; en otros, los legisladores o la policía se oponen a importar narcóticos o deliberadamente dificultan su prescripción debido a lo que el informe considera “opiofobia”.
Una cantidad de morfina suficiente para tratar al mundo entero por el sufrimiento al final de la vida costaría solo 145 millones de dólares al año, según el informe de Lancet.
La demanda de alivio del dolor “necesita un campeón en cada país”, dijo Felicia Marie Knaul, una economista de salud de la Universidad de Miami y autora principal del informe Lancet. “La mayoría de la gente no quiere hablar sobre el dolor y la muerte”, dijo.
Pese a sus imperfecciones, el modelo ugandés inspira a otros. Esfuerzos como estos en África, Asia y América Latina “han sentado las bases en los últimos 12 años para lo que podría pasar”, dijo Kathleen M. Foley, especialista en cuidados paliativos del Memorial Sloan Kettering Cancer Center en Nueva York.
Ahora, agregó, “me preocupa cada vez más que estemos perdiendo la batalla debido a este pánico. Las muertes por sobredosis están ocupando toda la atención”.