Reportaje

Por qué no hay soluciones para la guerra de Afganistán

Adam Ferguson/The New York Times

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Por Max Fisher y Amanda Taub

Kabul, 30 ago (NYT) – En público, los militares apoyaron la intervención en Afganistán; sin embargo, en privado, estaban preocupados por quedar atrapados. Después de 16 años, temían que se hubiera diseñado “la receta para una guerra sin fin”, según explicó un embajador estadounidense que se reunió con los oficiales. No obstante, los generales “sintieron que no había más alternativa, por lo menos no una realista”, que continuar peleando una misión perdida, aseguró el diplomático.

Esos generales eran pakistaníes y las reuniones con el embajador Tom Simons se produjeron en 1996. Simons le contó su experiencia al periodista Steve Coll en 2002, un año después de iniciada la misión estadounidense en Afganistán, que ha durado 16 años ya y que Donald Trump pretende mantener durante su mandato.

Hay varias razones por las que el conflicto de Afganistán, tanto entonces como ahora, no puede solucionarse. La combinación de varios factores, como el colapso estatal, conflicto civil, desintegración étnica, así como la intervención de varios bandos, ha encerrado a esa nación en un círculo perpetuo que quizá esté lejos de cualquier solución externa.

“No estoy diciendo que nunca funcionará la formación de un Estado en Afganistán, pero su consolidación desde afuera, como hemos estado intentando hacer hasta ahora, no puede funcionar”, afirmó Romain Malejacq, politólogo del Centro de Análisis y Gestión de Conflictos Internacionales en Países Bajos.

Los esfuerzos liderados por Estados Unidos, a pesar de tener cierto éxito, han terminado fortaleciendo y acelerando los extensos círculos de violencia y división que han crecido desde la caída del Estado a inicios de la década de 1990.

“Entre más seguimos, más división hay”, aseguró Malejacq. “Cada vez me siento más pesimista. Para ser honesto, realmente no sé cómo va a salir Afganistán de esto”.

Al parecer hay una gran contradicción en el centro de la estrategia de Afganistán. Son necesarias dos condiciones para que cualquier agenda progrese: finalizar la lucha y reconstruir el Estado, aunque sea de forma paulatina. La paz y la gobernanza se fortalecerían la una a la otra, lo que crearía un espacio para alcanzar otros objetivos como exterminar de raíz el terrorismo y detener el éxodo de refugiados.

Sin embargo, los académicos creen cada vez más que cuando un Estado ha fracasado de manera tan rotunda —como es el caso de Afganistán—, mejorar alguno de estos elementos podría entorpecer al otro. Ken Menkhaus, politólogo de Davidson College documentó esta dinámica en su estudio sobre Somalia, un caso que los expertos suelen comparar con Afganistán.

Menkhaus encontró que los somalíes se habían adaptado a la desintegración de su país y establecieron sus propias instituciones locales informales, a menudo bajo la autoridad de los caudillos de la guerra. Esos sistemas estaban plagados de corrupción e injusticia, pero se sentían orgullosos de lo que calificaban como paz relativa.

Entre más crecían estos grupos, mayor peligro representaban para el gobierno central. Según Menkhaus, reconstruir al Estado somalí se volvió “un ejercicio reproductor de conflicto”.

Dipali Mukhopadhyay, politólogo de la Universidad de Columbia, afirmó que Estados Unidos había intentado trabajar ambos extremos de esta ecuación aparentemente sin darse cuenta de que “en realidad hay un conflicto entre estas dos misiones”. En ocasiones, Estados Unidos ayudó a la consolidación del Estado, bajo la lógica de que las instituciones afganas podrían imponer una paz más sostenible, aunque de manera más lenta.

No obstante, eso creó tensiones entre el Estado, las guerrillas y los grupos armados que se formaron durante la ausencia de un gobierno central. Con frecuencia, el conflicto se hizo más violento y empeoró la inseguridad. En otras ocasiones, Estados Unidos contribuyó a la consolidación de la paz trabajando con los guerrilleros locales que podían combatir al régimen talibán e imponer orden, aun si se trataba de una sola villa a la vez.

A corto plazo funcionaba pero, según reveló un informe del inspector general para la reconstrucción de Afganistán en 2016, a largo plazo esa estrategia minaba al gobierno, aislaba a los afganos y contribuía a que el país se convirtiera en una serie de feudos gobernados por hombres poderosos cuyos intereses iban en contra de los objetivos estadounidenses.

Incluso el gobierno afgano ha trabajado a través de milicias y guerrilleros locales cuya existencia socava su autoridad. Sin más opciones, Mukhopadhyay declaró: “Esa es, más o menos, la forma en que se juega este juego”.

Afganistán está atrapado en otra paradoja. Su ubicación lo pone a merced de varias potencias extranjeras que se beneficiarían de la estabilidad afgana, aunque también podrían verse en desventaja si otro país llega a dominar. En consecuencia, prácticamente cualquier tratado de paz viable es inaceptable para alguna de las partes involucradas.

Entre los mecenas de Afganistán se encuentran los rivales geopolíticos con mayor tensión entre ellos: Rusia y Estados Unidos, Pakistán e India, así como Irán. Cada uno tiene su propio grupo favorito para controlar la región.

Aunque ninguno está satisfecho con el statu quo, no logran encontrar un acuerdo de paz en el que los cinco puedan sacar cierta ventaja, aunque no tanta como para dejar en desventaja a su rival.

Por ejemplo, los generales pakistaníes que lamentan la tensión que la guerra ejerce en su país temen que el dominio de India en Afganistán sería peor, así que centran sus esfuerzos en debilitar a cualquier tribu que piensen que se ha aliado con su adversario.

Estas decisiones han ocasionado que la política interna estadounidense favorezca el desarrollo de una guerra que pocos creen que se pueda ganar y una estrategia que es ampliamente considerada como fallida. Un acuerdo con el régimen talibán o un retiro unilateral significarían capitulaciones humillantes o mirar cómo el país colapsa todavía más sin hacer nada. Cualquiera de esas opciones traería alguna consecuencia positiva, pero también garantizaría un desastre político para el líder que la tome.

También influyen las políticas partidistas. Los demócratas usan a Afganistán para protegerse de las críticas por oponerse a la guerra en Irak. Los votantes, quienes tienden a adoptar una postura referente a la política exterior según las opiniones de los políticos que les inspiran confianza, leen este consenso bipartidista como evidencia de que la guerra es necesaria.

La carga recae sobre todo en jóvenes voluntarios, quienes protegen a la mayoría de los estadounidenses de las consecuencias de mantener una lucha que, después de años de decepción, preferirían poder ignorar.

La diversidad étnica en Afganistán, aunque alguna vez fue estable, ha significado otro punto de división que ha causado el colapso del país. La guerra no comenzó como un conflicto étnico. Sin embargo, en medio del caos, las comunidades cerraron filas en grupos étnicos locales. Mientras peleaban por el control, sus divisiones crecieron: un círculo vicioso que se retroalimenta empeorando la violencia y creando barreras que obstaculizan la paz.

Cuando los grupos étnicos se sienten vulnerables o expuestos por su etnicidad, la identidad se fortalece y crece la desconfianza hacia otros grupos, explican algunos científicos. “Es un círculo vicioso”, explicó Malejacq. “El conflicto sigue creciendo con el tiempo y las fracturas se vuelven más evidentes”.

Casi se puede asegurar que un acuerdo de paz estable tendría que incorporar al régimen talibán, por ejemplo. Sin embargo, Malejacq piensa que en este momento, una negociación de ese tipo sería rechazada por la mayor parte de la población del norte que considera que el Talibán es un peligro para los que no son pastunes.

Una identidad de grupo más marcada también debilita la autoridad y efectividad de las fuerzas lideradas por estadounidenses. Como extranjeros siempre serán ajenos a la vida local, lo que los pone en constante desventaja, según una investigación realizada por Jason Lyall de la Universidad de Yale, Graeme Blair de la UCLA y Kosuke Imai de Princeton.

Estos expertos concluyeron que cuando las fuerzas estadounidenses afectan a los civiles, crece el apoyo al régimen talibán. Por el contrario, cuando el régimen talibán hiere a civiles, hay pocos cambios en la actitud. Argumentan que esto se debe a un sesgo a favor de los talibanes que resultan más familiares en comparación con los extranjeros.

Mientras el conflicto se desgasta y los civiles inevitablemente se ven atrapados en el fuego cruzado, estos sesgos inclinan a los locales de forma evidente en contra de los extranjeros y condenan al fracaso los esfuerzos extranjeros por conseguir la paz.

Al preguntarle sobre cuáles serían los éxitos relevantes en la situación de Afganistán, Mukhopadhyay explicó que la investigación sobre la consolidación del Estado a menudo se concentra en la Europa medieval.

El Afganistán actual es muy diferente del de aquella época pero la comparación es un testimonio de la inmensidad de esa tarea. Los Estados europeos se fueron construyendo a lo largo de siglos, una proeza que Estados Unidos quiere lograr en unos cuantos años.

Mukhopadhyay sostiene que la reconstrucción de Afganistán tomará muchos más años que los previstos por los estrategas estadounidenses, y quienes hacen las políticas deben pensar en un proceso que “involucre a varias generaciones”.

Malejacq mencionó a Liberia cuando se le preguntó por algún caso comparable. Sin embargo, ese país solo detuvo su colapso cuando Charles Taylor, un guerrillero brutal, se consolidó en el poder. Liberia se hundió en una segunda guerra civil antes de lograr una estabilidad más duradera. Décadas después, sigue sumida en graves conflictos.

Malejacq cree que la desintegración de Afganistán ha llegado a tal punto que el Talibán, la analogía más cercana a lo que representó Taylor en Liberia, quizá no sea capaz de lograr esta tarea.

“No creo que tengan el poder necesario para controlar todo el país”, aseveró.

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