Por Leticia Pineda
Ayotzinapa, 23 set (AFP) – Desde hace un año Brígida borda su tristeza en paños de cocina. Entre puntadas aguarda noticias de su nieto, uno de los 43 estudiantes mexicanos desaparecidos de Ayotzinapa, donde las clases están suspendidas y las aulas se convirtieron en dormitorios de los desolados familiares.
“Tenemos la esperanza de que lleguen en cualquier rato los chamacos”, dice a la AFP Brígida, abuela de Antonio Santana, de 22 años, mientras ensarta un hilo de tonos morados sentada en uno de los soleados pasillos de la combativa escuela de maestros Raúl Isidro Burgos de Ayotzinapa, Guerrero (sur).
La mujer, que duerme con los otros padres en aulas en las que antes estudiaban sus hijos, ha tenido que irse de su casa y separarse de su otro nieto para unirse a las cotidianas actividades de lucha por la desaparición de los 43 estudiantes.
Igual que muchos de los familiares de las víctimas, Brígida Olivares ahora vive en las instalaciones de la escuela rural, de la que los jóvenes salieron para no volver el 26 de septiembre de 2014.
Esa noche los chicos fueron brutalmente atacados por policías en Iguala, una ciudad a 125 km de la escuela, y luego -según la investigación oficial- fueron entregados a integrantes de un cártel, que los habría asesinado e incinerado.
Los padres siempre han rechazado esta versión y recientemente un grupo de expertos de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos también pidió que se abran otras líneas de investigación.
No nos vamos sin saber de ellos
Los días en la escuela son “tristes, la verdad, una pesadilla”, pero “tampoco nos vamos a ir tranquilamente a la casa sin saber nada de ellos”, dice Margarito Rodríguez, un campesino de un pueblo de la costa que este año dejó de sembrar maíz y jamaica -el sustento de su familia- para quedarse en la escuela de su hijo desaparecido, Carlos Iván Rodríguez, de 20 años.
Margarito y otros padres, que dicen que en estos 12 meses se han convertido como en una sola familia, han pasado horas hablando en el patio central de la escuela frente a 43 pupitres de clase acomodados en hileras.
Familiares y amigos han colocado en esas bancas fotos de cada uno de los 43 desparecidos, objetos personales, tarjetas, corazones, veladoras, papalotes (cometas) y todo tipo de regalos.
“Hay una alteración en la vida de la normal (escuela), los estudiantes siguen siendo aún más activistas que estudiantes” y los padres también se han convertido en lo mismo, cree Vidulfo Rosales, el abogado que ha acompañado a las familias desde la noche en que inició la tragedia.
Los alumnos y los padres iniciaron esta semana intensas jornadas de protesta por el primer aniversario de la desaparición de los 43, que culminarán el sábado con una multitudinaria marcha en la Ciudad de México.
Los jóvenes han protagonizado, incluso, enfrentamientos con la policía armados con artefactos explosivos fabricados en la misma escuela, mientras que los padres iniciarán esta tarde una huelga de hambre de 43 horas que no se interrumpirá durante su segunda reunión con el presidente Enrique Peña Nieto el jueves.
Sin maestros ni directivos
En lo que va del año, los padres de los desaparecidos se han negado a que los estudiantes de Ayotzinapa reinicien las clases.
“Se vería mal que los padres estén aquí y nosotros tengamos clases”, dice Santiago García, secretario de Prensa y Propaganda del Comité estudiantil, la organización que tácitamente dirige este ideologizado internado, creado por el gobierno mexicano para formar a maestros rurales hace más de siete décadas.
El comité logró este año que las autoridades de educación pública no les retiraran el presupuesto con el que subsiste la escuela a través de un acuerdo para que los alumnos sean aprobados con trabajos que entregan periódicamente.
Sin embargo, en las instalaciones de la escuela ubicada en una vieja finca rodeada de montañas y cuyas paredes están pintadas con figuras del Che Guevara o Karl Marx, no hay ningún directivo ni maestro.
Una antigua profesora del centro dijo por teléfono a la AFP que los estudiantes negociaron con las autoridades para sacar a los directivos y maestros de la escuela, mientras que los alumnos de primer grado explican que son sus compañeros mayores quienes los asesoran para hacer sus trabajos escolares.
A los alumnos de primero se les dice “Los Pelones” porque la tradición marca que cuando llegan a Ayotzinapa sean rapados y ellos son los responsables de la limpieza del colegio, las labores del campo y de otras tareas como actividades de protesta.
Casi todos los 43 estudiantes desaparecidos hace un año estudiaban primer grado, cuando fueron enviados a recolectar dinero y a secuestrar autobuses en Iguala para ir a una protesta en la capital.
Pero uno de los nuevos alumnos de la escuela, Juan Antonio Mendoza, asegura que no teme nada: “No tengo miedo, lo que tenga que pasar que pase”.
“Yo quiero ser maestro, pero no hay clases, sólo hubo tres días de cursos”, se lamenta el joven, que reconoce que hubiera querido ir a otra escuela pero sus padres no tienen dinero para pagar otro colegio.
“Aquí nos dan todo, dormitorio y comida”, zanja mientras termina de asearse en un río.