Por Gerd Roth (dpa)
Berlín, 5 may (dpa) – Los estantes están vacíos. Todo es blanco. No hay vida entre esas cuatro paredes. Desde arriba, se ve un pequeño espacio a través de un vidrio debajo de la plaza Bebelplatz, en el corazón de Berlín. Muy pronto queda claro: se trata de una biblioteca sin libros.
Hace 90 años, la plaza se llamaba Opernplatz. Allí se quemaron libros. El 10 de mayo de 1933, los nazis arrojaron al fuego las obras de numerosos autoras y escritores considerados “antialemanes”.
Fue un golpe bien preparado y calculado contra la literatura, la libertad de pensamiento, la humanidad. A su vez, fue un paso más hacia los abismos más profundos de la historia de la humanidad, explotado por la propaganda nazi y muy aclamado por la población en ese entonces.
El año 1933 marcó el inicio de 12 años de horror para Alemania, Europa y el mundo. En enero, los nazis asumieron el poder cuando el presidente del Reich, Paul von Hindenburg, nombró canciller a Adolf Hitler.
El 30 de enero marcó el fin de la democracia parlamentaria. El 27 de febrero se incendió el edificio del Reichstag (Parlamento), a lo que le siguió el decreto “para proteger al pueblo y al Estado”. En marzo, la “ley habilitante” consolidó el poder nazi. En abril fueron echados del servicio público los funcionarios judíos y opositores políticos, mientras que el 2 de mayo se prohibieron los sindicatos.
Las quemas de libros en varias universidades y decenas de ciudades el 10 de mayo, con la de Berlín como máxima operación de propaganda, fueron organizadas por estudiantes alemanes bajo el marco de una acción “contra el espíritu antialemán”.
La base para la acción contra lo que consideraban “literatura desmoralizante” fueron las “listas negras” del joven bibliotecario Wolfgang Herrmann, quien llevaba años anotando cientos de nombres de personas y obras. Entre ellos Bertolt Brecht, Alfred Döblin, Erich Maria Remarque, Anna Seghers o Kurt Tucholsky. Y muchos, muchos más.
Heinrich Heine, cuyas obras también se consumieron en el fuego, había escrito ya en 1820: “Donde se queman libros, se terminan quemando también personas”. También Joseph Roth dijo un año antes de estos acontecimientos: “Quemarán nuestros libros y con eso se referirán a nosotros”.
La barbarie fue perpetrada en Berlín bajo las sombras de la cultura, la Iglesia, la ciencia. Las llamas iluminaron la Ópera Estatal Unter den Linden, la Catedral de Santa Eduviges y la Universidad Humboldt.
Mientras se quemaban los libros, se lanzaban consignas y conjuros nazis como: “¡Contra la decadencia y el derrumbe moral!”, “¡Por la disciplina y la moralidad en la familia y el Estado!”, “Entrego a las llamas los escritos de Heinrich Mann, Ernst Glaeser y Erich Kästner”.
Kästner, autor de “Emilio y los detectives”, se encontraba entre la multitud, observando. “Fue repugnante”, escribió más tarde sobre esta “desfachatez teatral”. El ministro de Propaganda, Joseph Goebbels, hizo retransmitir el espectáculo por radio desde Berlín, y una película llevó la propaganda aún más lejos. “Desde que se escriben libros, se queman libros”, dijo Kästner más tarde.
La historia está llena de casos en todo el mundo en los que la literatura y los libros fueron prohibidos o destruidos. En 2017, durante la feria de arte documenta 14 en la ciudad alemana de Kassel, la artista argentina Marta Miujín les dedicó un homenaje con su “Partenón de libros prohibidos”.
Allí, sobre un andamiaje que simulaba un partenón griego, fueron colocados miles de libros prohibidos, censurados o quemados de todo el mundo donados por personas.
En las llamas de 1933 también ardieron los libros del crítico de arte judío Max Osborn. Una edición de su guía de viaje “Berlín” sobrevivió al infierno en un lugar muy especial. La recopilación de “famosos sitios culturales” era uno de los alrededor de 16.000 tomos que había en Berlín, Múnich y Berchtesgaden, en la biblioteca privada de Hitler.