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Neuschwanstein, el castillo que inspiró a Walt Disney

Neuschwanstein-Disney-castillo-Alemania

Por Christoph Driessen y Karl-Josef Hildenbrand

El paisaje de la región de Algovia, en el suroeste del estado alemán de Baviera, está surcado de colinas verdes y viejos árboles majestuosos que flanquean el camino. En medio de ellos resplandece misteriosamente un lago. Al fondo se alza el oscuro macizo alpino.

Y entonces ocurre: de repente aparece delante de las pendientes de la montaña un edificio irreal, que parece pertenecer al escenario de una ópera, delgado y esbelto. Audazmente vertical, se balancea sobre el desfiladero: el castillo de Neuschwanstein. ¡Qué salida a escena!

Si para los turistas de todo el mundo que visitan Alemania hay un lugar nostálgico y de ensueño por encima de cualquier otro, es este. Cada año, el castillo recibe la visita de 1,5 millones de turistas. Al menos la mitad son extranjeros.

Para ellos, Neuschwanstein simboliza a Alemania como la Torre Eiffel a Francia y las pirámides a Egipto. Sin embargo, ¿qué es lo que hace tan especialmente atractivo este castillo del siglo XIX entre tantos otros destinos turísticos en Alemania?

En primer lugar, no es nada fácil encontrar este sitio. Neuschwanstein está situado a poco más de 100 kilómetros de Múnich y el hombre que ordenó su construcción, el rey Luis II de Baviera, escogió este lugar por su carácter solitario. Desde Múnich sale un trenecillo a la pequeña ciudad bávara de Füssen. Después, hay que tomar un autobús que serpentea un buen rato por los Alpes Anteriores. El último tramo, cuesta arriba, lo tiene que recorrer el visitante a pie o pagar el servicio de un carruaje.

Temprano por la mañana, Neuschwanstein aún está sumido en el letargo. Solo el rugir de la cascada en el desfiladero de Pöllat, bajo del suntuoso edificio, rompe la tranquilidad. Hacia un lado, la mirada lejana vaga hacia el valle con sus lagos y pueblos. El paisaje se parece al del modelismo ferroviario. Hacia el otro lado se alzan peñas que descienden abruptamente. Las pendientes y las alturas están cubiertas de oscuros pinares. Exactamente aquí, en el sitio adecuado, se alza el castillo.

A las ocho y media de la mañana, el patio del castillo ya está lleno de turistas. Una pareja tailandesa recién casada posa delante del panorama palaciego. Varios grupos de estadounidenses ya tienen sus entradas. Faryn Tate es originaria de Los Angeles.

“Estoy aquí por ser fan de Disney”, explica la mujer. “Conozco los castillos por los parques y ahora quiero ver el castillo que le inspiró”, dice en alusión al creador de dibujos animados estadounidense y constructor de parques de atracciones Walt Disney.

Tori Kolanowski, del estado norteamericano de Illinois, ha venido aquí por el mismo motivo: “Este fue el modelo para Disneyland. Por esta razón, este castillo para los estadounidenses no tiene parangón, porque une la historia de Europa con los recuerdos infantiles de cada estadounidense”.

La administradora del castillo, Katharina Schmidt, comenta que a muchos estadounidenses les resulta difícil distinguir entre el original y la copia. “Vienen aquí y dicen: ¡ah, lo han copiado de Disney”. Y nosotros les contestamos: “No, es al revés. Walt Diney estuvo aquí y tomó Neuschwanstein como modelo”.

Sin embargo, el mayor grupo de turistas no son los estadounidenses sino los chinos. El año pasado desplazaron del primer lugar a los japoneses. “Solo he venido a Europa para ver el castillo”, dice Jiangchuan He, que vive cerca de Shanghai. “Este edificio aquí es mundialmente famoso. Creo que la mayoría de los chinos lo conocen. Para nosotros es un símbolo de Europa”.

A las nueve de la mañana se levantan las barreras. Llaman al primer grupo de estadounidenses a entrar mediante un número proyectado en un panel electrónico. En temporada alta, los meses de julio y agosto, hasta 7.000 personas diarias visitan el castillo, lo que requiere de una rigurosa organización.

En realidad, Neuschwanstein no estaba pensado para recibir a visitantes. “Conserven estas salas como un santuario. ¡No dejen que los curiosos las profanen”, les inculcó a sus hombres de confianza el rey Luis II, un hombre poco sociable. Él quería tener el castillo solo para sí, como refugio ante los poderes modernos no románticos. Incluso sopesó en algún momento mandar dinamitar la construcción después de su muerte.

Sin embargo, solo seis semanas después de su misteriosa muerte en el lago de Starnberg, en 1886, a la edad de solo 40 años, los primeros visitantes accedieron al castillo previo pago de la entrada. Desde entonces, la afluencia de gente nunca dejó de crecer, con excepción del período 1940-1945, durante la Segunda Guerra Mundial.

Después de la contienda, el castillo se convirtió definitivamente en un icono turístico. “Ahora tenemos más visitantes que nunca”, dice Ines Holzmüller, portavoz de la administración bávara del castillo. Hay audioguías en 18 idiomas, entre ellos el coreano y el tailandés. El castillo pertenece al estado de Baviera y está protegido como marca registrada.

No son muchas las salas que se pueden visitar. Es una lástima, por un lado, aunque por el otro una bendición para los guías, que pueden limitar los recorridos a menos de media hora. Sin embargo, las pocas salas que se pueden verse son espectaculares, aunque desprovistas de las características decorativas bávaras. Ni siquiera hay un retrato de Luis II.

El “rey loco” tenía aspiraciones más ambiciosas: el castillo debería traducir a la arquitectura las óperas de Richard Wagner (1813-1883) y las leyendas alemanas sobre las que estaban basadas. Los murales son una oda al mundo de Tannhäuser y Lohrengrin. Las pinturas están llenas de cisnes y megalitos, todo en colores vivos y con mucho oro. Luis II amaba el éxtasis desbordado, el despliegue de esplendor.

Las salas tienen cada una un estilo diferente: una es románica, la siguiente bizantina, la tercera gótica y la cuarta renacentista. De esta manera, Neuschwanstein también ofrece al visitante un rápido recorrido por la historia del arte.

Poco después termina la visita guiada. No pocos participantes acuden a la tienda de souvenirs para comprar un cisne de peluche o el puzzle de 1.000 piezas, y después disfrutan de un merecido cappuccino.

Tarde por la noche. Los turistas se han ido. Ahora reinan el silencio y la oscuridad. Los faroles envuelven Neuschwanstein en una luz plateada. A esta hora, el castillo vuelve a ser tal como se lo había imaginado el rey: lejos de las miradas de las masas, vacío e inaccesible. Hasta los escépticos tendrían que admitir que el panorama es de ensueño.

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